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Anverso y reverso de la medalla del Premio Nobel otorgada a Gabriela Mistral. Se conserva en el Museo de Arte Colonial San Francisco, en Santiago (Chile).

Letras intensas

“Igual palabra, igual, es la que dice
y por su sola sílaba de fuego
ella puede vivir hasta que quiera”.

Gabriela Mistral, una autora que no sólo escribió una poesía cargada de intensidad y sentido humano en sus no más de cinco libros de ternuras y desolaciones, sino, y de manera muy principal, una mujer chilena del siglo veinte, proyectándose al veintiuno, que supo decir buenamente lo suyo, y en lo suyo lo de los otros, a través de su pensamiento y de su acción, en los temas tutelares que harán de su escritura un acercamiento al prójimo y una enseñanza cotidiana de vida.

Ella, Gabriela Mistral (1889-1957), que nos nace en un valle cordillerano de Chile, en este largo y angosto país en la australidad del continente de la América, que se recorre el territorio patrio en andanzas educacionales, se nos irá luego por países y continentes en una errancia o extranjería de vagabunda voluntaria. Será como quien echa cuerpo y alma a rodar tierras, hablando con dejo de sus mares bárbaros y con sólo su destino por almohada. Pero en todo lugar será siempre fiel a sus preocupaciones y motivaciones: su país natal de Chile, su América continente nuevo, y los habitantes de ese país y de esa América en sus geografías y sus costumbres, en sus maneras de rescatar lo mal deletreado o lo mal averiguado.

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De traje oscuro, Gabriela Mistral destaca como la única mujer en esta fotografía de la ceremonia del Premio Nobel de Literatura, el 10 de diciembre de 1945, en Estocolmo (Suecia).

“Por mi voz hablan muchas mujeres de la clase media y del pueblo”, dirá nuestra Gabriela Mistral por el año constitucional chileno de 1925. Y en esa frase está, sin duda, su resuelta identidad social y su visionario compromiso con las realidades contingentes patrias. No sólo autora de una obra poética fundamental y trascendente en la literatura chilena e iberoamericana del siglo veinte, sino que a la par, también, una mujer-ciudadana en su tiempo, en su ahora y en su porvenir. Se diría conciencia viva de una época que resume en sus recados y ensayos el ritmo vital de Chile, la faena de una América, la visión del mundo. De ahí que el Premio Nobel de Literatura, el primero para un escritor/escritora de la América Latina, le vendrá en 1945, por su “poesía lírica inspirada en poderosas emociones, y por haber hecho de su nombre un símbolo de las aspiraciones idealistas de todo el mundo latinoamericano”, como fundamentó la Academia Sueca al otorgarle el universal galardón.

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Homenajes, ceremonias y multitudes fueron la tónica del último viaje de Gabriela Mistral a Chile, en 1954.
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Nuestra autora, amén de su poderosa obra poética y prosística, no estará ajena a las circunstancias reales y dramáticas del quehacer contemporáneo, ni a los acontecimientos políticos, sociales, agrarios, educacionales, religiosos, étnicos e ideológicos que le tocó vivir tanto en sus años de permanencia en Chile como en los otros muchos de su errancia por el mundo. Tales asuntos no la iban a dejar indiferente estuviera donde estuviera: en Santiago de Chile, en Ciudad de México, en París, en Madrid, en Lisboa, en Río de Janeiro, en California, en Nápoles, en Nueva York. Así nacerán sus elocuentes e indesmentibles decires de escritura en artículos –casi ensayos de pasión y de verdad- que testimonian ese hablar por su voz a las muchas mujeres de la clase media y del pueblo.

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En Montegrande, en 1954, Gabriela Mistral aparece junto a sus amigas de infancia, Amelia Rojas, Arismenia Rodríguez y Auristela Iglesias. Las dos últimas eran las verdaderas protagonistas de su conocido poema Todas íbamos a ser reinas.

La obra poética de Gabriela Mistral no parece extensa, aunque sí intensa. Ella misma reconocía sin recato alguno: “Mi pequeña obra es un poco chilena por la sobriedad y la rudeza”. Es decir, piedra de rodado de cordillera, en su desafío y en su asombro, en su tratamiento de escritura tan reveladora de tema y lenguaje. Sin embargo, esta “pequeña obra”, conlleva una profunda valoración de los sentimientos espirituales y humanos, un amor por sus lugares natales, la tierra campesina y las riquezas vivas de los pueblos americanos. Poesía, en consecuencia, que va de lo legendario a lo mágico y a lo cósmico.

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Esta imagen poco usual de Gabriela Mistral, fechada en Nueva York (EE.UU.), en 1955, la muestra en su cama, en pijama y con un pequeño gato al costado.

Gabriela Mistral es, sin duda, una de las fundadoras y recreadoras de la poesía chilena contemporánea con proyección de continente América arriba: nombra, en lo íntimo y en lo plural de su obra, lo que no tenía nombre, sino en la oscura lengua de los pueblos: “Mi patria es esta grande que habla la lengua de Santa Teresa, de Góngora, y de Azorín”, en frase abierta a sus lecturas clásicas y que bien identifica la palabra que le dieron:

Yo tengo una palabra en la garganta / y no la suelto, y no me libro de ella / aunque me empuja su empellón de sangre. / Si la soltase, quema el pasto vivo, / sangra al cordero, hace caer al pájaro. / Tengo que desprenderla de mi lengua.

“Desolación” (1922)

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Gabriela Mistral recorrió Europa y América en reiteradas ocasiones. Aquí se la observa en un restaurante en Nápoles (Italia), en 1952.

El Instituto de las Españas, en los Estados Unidos, publica Desolación (Nueva York, 1922), la primera obra poemática de “esta excelsa mujer chilena”, como la llamó el hispanista Federico de Onís, que mucho tuvo que ver en la publicación de este desolado-amado libro. Desde entonces una imagen de aureola y glorificación rodeará para siempre a la poetisa. De esta manera, Desolación se publica primero en país extranjero, y no en Chile, su patria natal. Y cuando ella misma andaba alfabetizando por campos y aldeas en la sierra mexicana. Sin embargo, son lugares geográficos chilenos, en su gran parte, los que sirven de marco de referencia y de escritura a este libro-vida, en sus desolaciones patagónicas y magallánicas (ese territorio chileno de australidad y lejanía; en sus paisajes del fin del mundo, que también se vivió) y en sus desolaciones espirituales y del corazón que tipifican, en definitiva, título y tema.

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Fotografía fechada en 1948, en Santa Bárbara (EE.UU.). Gabriela Mistral aparece sentada en un sillón, con una tabla atravesada enfrente. La poeta prefería escribir así, sobre tablas, que en mesas o escritorios.

“Dios me perdone este libro amargo y los hombres que sienten la vida como dulzura me lo perdonen también”, dice Gabriela Mistral en un resuelto voto-oracional. Más que amargos, los poemas de este libro tienen el verso íntimo y emotivo, muchas veces dialogante y conversacional, situaciones que darán huella y carácter a esta obra, después de todo, reveladora de amor, celos y romanticismo (poema Balada, por ejemplo: Él pasó con otra / yo le vi pasar/ Siempre dulce el viento/ y el camino en paz. / Y estos ojos míseros / le vieron pasar). Reveladora de escuela y magisterio de humanidad (poema La maestra rural, por ejemplo). Reveladora de religiosidad cristiana y litúrgica (poema Viernes Santo, por ejemplo). Reveladora de amores, pasiones y desamores (poema Sonetos de la muerte, por ejemplo). Reveladora de naturaleza y de atisbo de la América (poema Paisajes de la Patagonia, por ejemplo). Temas, en fin, que irán referencialmente haciéndose básicos y centrales en sus libros posteriores, y en toda su obra en prosa.

Desolación, en consecuencia, es llamarada ardida de pasión y de fervor, de amor-dolor. Vertiente de existencia y vida. Y en el habla de su español con el canturreo de su valle de Elqui y con las sencilleces familiares y cotidianas.

“Ternura” (1924)

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Gabriela Mistral y sus colaboradoras, Laura Rodig y Amantina Ruiz, regresan a Latinoamérica en el vapor Oropesa, en 1925. Había terminado sus dos años de trabajo en México y su primera gira por Europa, en donde sus libros Desolación y Ternura empezaban a hacerla conocida.

Un libro casi siempre nuevo y casi siempre inédito, en el proceso poético de nuestra Mistral, es Ternura (publicado en Madrid, 1924): jugarretas, rondas, cuenta-mundo, magias y maravillamientos, sueños y sorpresas, albricias y hallazgos, miedos y desvaríos. Mucho de lo que fue y quiso ser su propia infancia, pero no de una manera ingenua o pueril de hacer autobiografía. Gabriela Mistral recrea, a su gusto y a su antojo, desvariadoramente, su mundo de realidades y encantamientos. Arrullos para cantar a la liebre rojiza o a la vizcacha parda. Arrorós que rescatan lo más genuino y tradicional del folclore infantil-adulto chileno, latinoamericano, español viejo.

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Su permanencia en Punta Arenas, como directora del Liceo de Niñas, entre 1918 y 1920, llevaron a Gabriela Mistral a conocer la Patagonia inmensa y remota. Los sentimientos que le inspiró este período se reflejaron en su primer libro publicado, Desolación (1922).

“También los hombres necesitan una canción de cuna para que apacigüe su corazón”, dice la autora, cuando escribe sus poemas menudos (Todo es ronda, Caricia, Dulzura), aparentemente menudos, necesarios de amor y projimía (Dame la mano, Miedo) y denunciadores de dramatismo social (Piececitos, Manitas pedigüeñas, La casa, La tierra). No es pues Ternura, un libro meramente infantil, arrullador de infancia. En estas jugarretas, rondas y cuenta-mundo está muy presente el característico verbo mistraliano y su vivificador léxico valle elquino adentro. Lenguaje y tono, válido para toda su obra, que le viene de sus reiteradas lecturas del Viejo Testamento, de su propia lengua maravillosamente nueva y arcaica en sus neologismos y hablas castellanas, y de sus gentes mismas de su valle natal. Así, la bendita lengua de Gabriela Mistral (Bendita sea mi lengua / y mi pecho y mi respiro / y benditas mis potencias, dice ella en su poema Bendiciones) no descuida los énfasis verbales, folclóricos, lingüísticos, las voces dialogantes, las interjecciones, los diminutivos, es decir, dones y bendiciones. Un saber contar, que es encantar, con lo cual se entra en la magia.

“Cuando he escrito una ronda infantil, mi día ha sido verdaderamente bañado de Gracia, mi respiración como más rítmica y mi cara ha recuperado la risa perdida en trabajos desgraciados. Tal vez el esfuerzo fuese el mismo que se puso en escribir una composición de otro tema, pero algo, que insisto en llamar sobrenatural, lavaba mis sentidos y refrescaba mi carne vieja”. Palabras de Gabriela Mistral, en ese acercamiento –desde su infancia primera- a los hombres y al mundo.

“Tala” (1938)

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En 1899, una pequeña Lucila Godoy Alcayaga (nombre real de Gabriela Mistral) pasaba su último año en la aldea de Montegrande, en el valle de Elqui. En la imagen aparece vestida de negro, a la derecha, junto a los alumnos de su media hermana mayor, Ana Emelina Molina Alcayaga, quien estaba a cargo de la escuela.

Un hito, sin duda, en la obra poética mistraliana y en la poesía chilena y latinoamericana, lo constituye Tala (que se edita en 1938, y en Buenos Aires), considerado uno de los libros fundamentales de Gabriela Mistral.  Ella misma lo consideraba que era su verdadera obra, sobre todo porque en sus páginas está la raíz de lo indoamericano.

Libro de los ánimos espirituales y las materias corporales (pan, sal, agua), las ausencias, los nocturnos y las alucinaciones: el mundo y el ser: Amo las cosas que nunca tuve con las otras que ya no tengo. Pero también está su América precolombina, ritual y ceremoniosa, en el himno o canto reivindicatorio de los mitos y las realidades americanas (Sol del Trópico, Cordillera, Maíz), con sus himnos indios a los incas y a los mayas (Sol de los incas, sol de los mayas, / maduro sol americano / sol en que mayas y quichés / reconocieron y adoraron) y a todos los frutos americanos: el maguey y la yuca, los mangos y las pitahayas. Además, el santo maíz milenario y mágico. La cordillera tutelar de Los Andes, a quien llama madre yacente, madre que anda. Y a todos los árboles balsámicos con su copal y su mirra y su estoraque. Libro abierto a las naturalezas humanas y geográficas de nuestro continente.

Tala es, también, además expresión de esos grandes himnos americanos, el libro de la fe, libro de la recreación religiosa del mundo, de la devota consumación del dolor, del descendimiento y la letanía. Verso certero y religioso, que parece nuevo o como no visto, y que maravilla de gozo lectural por su lengua cotidiana. Lengua cotidiana muchas veces conversacional, tipificadora de escritura única y novedosa, cargada de lo viejo y de lo nuevo que hay en sus temas: lo arcaico y lo criollo, lo indígena y lo español. De ahí su verso que va siempre de lo doloroso a lo íntimo, de lo áspero a lo bíblico, de lo sanguíneo al sacudón del alma:

Habla con dejo de sus mares bárbaros / con no sé qué algas y no sé qué arenas / reza oración a dios sin bulto y peso / envejecida como si muriera.

Tala es un libro que Gabriela Mistral va escribiendo en sus largos años de errancia (con sólo su destino como almohada) por países de América y de Europa. Y siempre con una mirada recogedora de cuarenta panoramas: He llevado una copa de una isla a otra isla sin despertar el agua. Este mucho vagabundaje en ella tiene su materia mayor en una sección llamada nada menos que Saudade (lo cual significa “vivir en extrañeza del mundo”) y que ilumina mucho de la poesía de Tala, en una pluralidad de lo humano y de reencuentro con otras patrias lejanas. No en vano han transcurrido redondamente 16 años entre su desolado Desolación (de 1922) y su perpetuo Tala (de 1938) y que no deja de ser en su título (cortar por el pie: talar un árbol, arrasar) y en muchos poemas, desolado, también. Sólo que ahora una especie de nostalgia, de recuerdo permanente, otorga una atmósfera de memoria divina y evocadora: Recuerdo gestos de criaturas y son gestos de darme el agua.

Es precisamente nuestra Mistral, que se vivió sus años en el Portugal de 1938, quien hace muy suya esta palabra –saudade [literalmente: “ansia”, “nostalgia”, “añoranza” o “anhelo”]–, escribiendo un ciclo de poemas “rematados en el dulce suelo y en el dulce aire portugueses”, como bien dice. Esos poemas –País de la ausencia, Beber, Todas íbamos a ser reinas, Cosas, La extranjera– son la evidencia de sus desvelos, sus soledades y sus destinos. Pero también cuando esos destinos tienen materia y alma e idioma. Pasión y lenguaje en un recrear el mundo con lo bellamente sensorial y motivador. Cada palabra, entonces, en la poesía de Tala da nombre y lugar, canto y entraña, ternura humana: Y en un hablar lengua que jadea y gime.

“Lagar” (1954)

Años después de la publicación de Tala, Gabriela Mitral, y en hora buena para el mundo todo de Latinoamérica, será distinguida nada menos que con el Premio Nobel de Literatura en 1945. “Por una venturanza que me sobrepasa, soy en este momento la voz directa de los poetas de mi raza y la indirecta de las muy nobles lenguas española y portuguesa”, dirá en sus gratitudes de reconocimiento iberoamericano, la poeta y maestra chilena, al recibir en Estocolmo el reconocimiento literariamente universal.

Pasarán, sin embargo, otra vez dieciséis años para que Lagar, su cuarto libro, testimoniara sus quehaceres creativos. Publicado en Santiago de Chile, en 1954, este libro sanguíneo y ansioso de búsqueda suprema, de alguna manera, define y resume la obra poética de su autora, sólo que ahora –ni mi triunfo ni mi derrota– desasida ya de todo: Todo lo di, ya nada llevo.
Libro escrito en su totalidad en un periodo empapado de atmósferas bélicas de una segunda guerra y el mundo arde en llamas. Un aire denso y sucio mancha los cielos de la humanidad. Y mientras suena el infierno de los tanques, y caen los aviones en sesgo de vergüenza (poemas Campeón finlandés, Caída de Europa, Hospital), Gabriela Mistral escribe su manifiesto por la causa de la paz, desmenuzándose por esta palabra de yodo y piedra alumbre entre los labios. El tema de la guerra será, en buena parte de Lagar, su circunstancia, su motivación y su compromiso de humano pacifismo: Es amargo rezar oyendo el eco / que un aire vano y un muro devuelven.

Libro, en consecuencia, símbolo y significante en la poesía mistraliana, con todo lo terrestre y lo religioso que tiene. Los lutos, las guerras, los vagabundajes, los desvelos de mujer piadosa –“locas mujeres”, dirá ella– en los temas y tratamientos de esta obra fervorosa y esencial, nostálgica y melancólica. Libro de los adioses y las despedidas, sin duda, en el bendícenos, Padre, la mesa, la jarra.

“Poema de Chile” (1967)

Gabriela Mistral, después de recorrer en andanzas educacionales –la maestra rural que fue– el territorio patrio chileno, de desierto a Patagonia magallánica, de cordillera de Los Andes a océano Pacífico, saldrá a la extranjería, dejando Chile en 1922, con poco más de treinta años de su edad, y ya no volverá nunca más al país natal, a no ser como huésped ilustre en no más de dos ocasiones. “En mis años de vida errante, yo supe siempre que nadie iba a enseñarme la verdad acerca de las tierras que recorría, sino su tradición y sus costumbres presentes, o sea, cierta familiaridad con los muertos y los vivos de cada región”.

Pero durante esta vida errante, irá escribiendo un largo texto sobre Chile, que era –después de todo– un continuo paisaje evocador y existencial en el verso o en el recado. Texto que con el título de Poema de Chile se publicará póstumamente en 1967 (y en Barcelona), diez años después de su muerte.

Se comprenderá, entonces, que este libro sea un recorrer geográficamente el territorio patrio. Un viaje mítico e imaginario (pero real) por el Chile lejano y amado: su naturaleza física y humana, sus valles y sus ríos, su cordillera y sus metales, su desierto y su mar, su flora y su fauna. Lo vivo y lo viviente del suelo nutricio en un redescubrir la entraña misma del largo país, “más largo que la anguila”, como dice. Viene a testimoniar, también la verdadera y siempre permanente relación que nuestra Mistral tuvo con lo real y lo genuino, lo criollo y lo autóctono de la tierra chilena.

Su prosa: recados y motivos

Si el proceso poético de Gabriela Mistral es, a través de cada uno de sus libros, siempre sorprendente y asombroso, no lo es menos su mismísima prosa, tan notable de escritura y tan reveladora en el tratamiento de sus temas. Que una y otra vertiente –poesía y prosa– conllevan los siempre vitales temas que tanto importaron a la autora: la vida, la escuela, lo religioso, lo social, lo indígena, los asuntos ciudadanos, la naturaleza, lo geográfico-chileno, la América toda.

En sus textos prosísticos –llámense, con mejor propiedad, recados o motivos– se tratan, con las emociones más puras y profundas, las cuestiones que le dictaron seres y cosas, y que ella consideraba dignos de contárselos a sus semejantes, dando sello y estilo a una singular escritura recadera. Contadora de patria y de mundo, después de todo. “Estos recados –confesaba la autora de Tala– llevan el tono más mío, el más frecuente, mi dejo rural en el que he vivido y en el que me voy a morir”.

Esta escritura prosística, sin embargo, nunca integró originalmente libro alguno de Gabriela Mistral, a no ser en dispersas y volanderas páginas de periódicos y revistas de España y de países del continente latinoamericano, entre otros, El Mercurio (Chile), La Nación (Argentina), El Espectador (Colombia), El Universal (Venezuela), Repertorio Americano (Costa Rica), Excélsior (México), Cuadernos Americanos (México), El País (España), ABC (España).

Nada fue ignorado en esas páginas prosísticas-mistralianas: desde una estampa por el niño en el día de la infancia a unos motivos franciscanos (el santo-hombre de Asís preferido de Gabriela Mistral, y en quien admiraba sus supremas pobrezas y humildades). O desde una página por la defensa de la paz, ella pacifista de todos los días, (“la palabra maldita”, como la llama, en reivindicar una palabra, en acción y en conducta, manchada por las guerras) a una recreación de los dioses y los mitos de las culturas americanas. Y todo en un decir lo suyo más legítimo y entrañable y un saber nombrar donosamente con vivacidad y llaneza. Ella misma se definirá muchas veces como una mujer “de acérrima lengua americana en la tonada muy criolla que es mi escritura”. Frase iluminadora para entender y comprender el tratamiento de su lenguaje muy suyo.

Su pensamiento

Y no sólo la página escrita para el periódico o la revista. También sus decires en las más diversas tribunas internacionales o en los paraninfos universitarios. O en sus muchos encuentros dialogantes y conversacionales con gentes pensadoras de su ladera. Sin titubeo alguno expresará su pensamiento, su mirada crítica y cuestionadora y reflexiva. Su neta voluntad de ser. Y un enseñar a pensar un continente.

Ya sea denunciando a todos los vientos la injusticia social (“que hace tanto bulto en el continente como la cordillera”) y la tiranía de gobiernos acomodaticios. Ya hablando con fervor de una urgente reforma agraria que favorezca a los campesinos (ella que se define como una campesina de origen, campesina de costumbres y campesina voluntaria o deliberada). Ya apoyando, con rotundos artículos de prensa, a Augusto César Sandino (“hombre heroico, héroe legítimo como tal vez no me toque ver otro”) y la causa sandinista de los años treinta en Nicaragua y Centroamérica, abogando por los principios universales de la no intervención y por la autodeterminación de los pueblos, postulados básicos para la convivencia internacional. Ya solidarizando, y con una España en el corazón también, con los republicanos en la guerra civil y fratricida de ese pueblo digno. Ya convocando a los países del mundo, desde la Asamblea General de las Naciones Unidas, un 10 de diciembre de 1955, a respetar con gracia justiciera los derechos humanos: “Yo sería feliz si vuestro noble esfuerzo por obtener los derechos humanos fuese adoptado con toda lealtad por todas las naciones del mundo”, dirá entonces con énfasis rotundo en su mensaje también rotundo. “Este triunfo será el mayor entre los alcanzados en nuestra época”.

Los decires de Gabriela Mistral, además de su notable belleza de oralidad o de escritura, tienen así la energía que da la sobriedad y la verdad de su lenguaje. Por sus recados y artículos varios va y viene la historia viva y sin mito de nuestros pueblos totales.

“Yo no soy una artista”, dirá ella. “Lo que soy es una mujer en la que existe, viva, el ansia de fundir en mi raza, como se ha fundido dentro de mí, la religiosidad con un anhelo lacerante de justicia social. Yo no tengo por mi pequeña obra literaria el interés quemante que me mueve por la suerte del pueblo. No hay en mí ansia de reivindicaciones populares, de aproximación a la política. No soy, por cierto, una sufragista. Hay en ello el corazón justiciero de la maestra que ha educado a los niños pobres y conocido la miseria obrera y campesina de nuestros países”.

Así su materia y su rezongo. Así sus impaciencias motivadoras cotidianas por esa “suerte del pueblo”, su pueblo. Ella, que se consideró modestamente una tradicionalista fue, sin embargo, una mujer de su tiempo y una adelantada, en muchos casos, a ese tiempo.

Su Chile natal y su América nutricia (América nuestra, como dice, o Nuestra América, en el decir de Martí, “el patriota y maestro cubano más ostensible en mi obra”, reconoce ella) no eran sólo un aleluya de gracia y de epifanía, sino también un testimoniar y un denunciar –y en frase de ella– “los agrios materiales de la realidad”. Así sea la hondura y la belleza de sus certeras y elocuentes palabras. Así sea también su desvivir y su hacer historia crítica y ciudadana de una época.

A sus preocupaciones sociales, agrarias, indigenistas, deben agregarse otras tantas que tuvo Gabriela Mistral. Ni tampoco los asuntos mujeriles –sin ser ella una rematada feminista– le iban a ser ajenos. Al igual también que los problemas educacionales. Aunque ella reconocía no tener manía política ni genio político, en la realidad tales asuntos fueron además sus motivaciones, sobre todo en tiempos de tanto tradicionalismo y de tanta sociedad dorada, nuestra Mistral estará ocupada en temas analíticos de una organización del trabajo nueva y moderna. O discutiendo acerca del todavía incipiente voto femenino (“el derecho femenino al voto me ha parecido siempre cosa naturalísima”, dice). Consideraba que las mujeres (o el “mujerío” en palabra tan única y tan pluralmente suya) debían hablar de lo suyo en legítimo, presentando en carne viva lo que es su oficio, que una delegada de las costureras, de las maestras primarias, de las obreras del calzado debería ser escuchada con gusto en el Parlamento.

La maestra chilena –“como buena maestra de niños, soy sincera”, decía– no hace otra cosa que ser fiel a una tarea que vocacionalmente se impuso desde muy joven: conciencia libertaria y viva en torno al mundo que le tocó vivir. No sólo, pues, autora de una obra poética cargada de maravillamiento y de sentido humano, sino también creadoramente iba en ella un compromiso con las realidades inmediatas de la vida misma de Chile y de su América toda. Dirá la Mistral: “No soy una patriota ni una panamericanista que se endroga con las grandezas del continente. Me lo conozco casi entero, desde Canadá hasta la Tierra del Fuego. He comido en las mejores y las peores mesas. Tengo esparcida en la propia carne una especie de limo continental. Y me atrevo a decir, sin miedo de parecer un fenómeno, que la miseria de Centroamérica me importa tanto como la del indio fueguino y que la desnudez del negro de cualquier canto del Trópico me quema como a los tropicales mismos”.

Tales eran sus moralidades y sus motivaciones, su política y su espíritu. Su pensamiento vivo de conciencia creadora.

Caso único en la literatura chilena la muy vasta labor de una mujer como Gabriela Mistral, que casi a diario estuvo escribiendo no sólo del prójimo, del otro que fue su hermano en la misma tarea creadora, sino también de otros temas varios y fermentales que siempre la nutrieron en las tantas otras patrias adoptivas del mundo. Ella que anduvo ya no errante, sino en múltiples actividades de educadora, de congresista, de ajetreos consulares, se dejó su tiempo, su roba-noche, para escribir su prosa-recadera, prosa escritural en lenguaje suyo y estilo suyo y tratamiento de la palabra muy suyo. Y la prolongación en su memoria del país-patrio que se caminó en su muy útil vagabundeo: Que vengo de una tierra en donde el alma eterna no perdía.
 
Escrito por Jaime Quezada Ruiz.